Juguetón y pertinaz, el viento intenta
balancear mis ramas gruesas y rígidas.
Ahora tan solo consigue despeinar
unas pocas hojas verdes
que a contraluz,
hacen filigranas doradas
sobre las blanquecinas pajas
que alfombran mis nudosos pies.
Buena parte del resto
de mi precaria corona
sale volando y cayendo
en suaves helicoides
que fascinan mi vista
y mi imaginación…
Mi piel es rugosa, dura, cálida;
llena de surcos
por los que discurre,
como un manantial,
el caudal de mis sentidas lágrimas
y el viscoso y acre resbalar
de la maldad ajena…
Mi tronco está tachonado de nudos
y tocones de ramas
que pudieron ser y no fueron…
En un costado, grabado un corazón
con dos nombres, una flecha y una fecha;
ambos apenas perceptibles
con el paso de los años…
Una verde barba de liquen
da a mi rostro la contundencia
de tanta vida vivida y sufrida,
estática e inmóvil,
mientras el despiadado norte
sopla de tal manera
en mi pelada espalda
que hace que se compriman ateridos
los delatores anillos de mi interior…
Unos enormes pies hundidos
en la tierra suave, húmeda,
tanto más cuanto más profunda,
me han mantenido firme
durante mi existencia;
y la frondosidad de sus raíces,
innumerables,
me han permitido beber
de tantas fuentes...
ahora casi agotadas.
Mi fin se acerca. Lo sé.
La estoica condena de mi vida
es aliviada y entretenida
por la vida que anida
en mis ramas
todavía fuertes.
En su sombra, en su calor,
en su cobijo, en su frescor,
poyuelos de breves plumas,
amparados juguetean aquí y allá,
practicando cortos vuelos
sin perder de vista
su nido protector.
Yo les miro
complacido y arrobado,
agradecido y afortunado,
enamorado de su candor.
Prefiero no pensar que algún día,
estrenando el precioso plumaje
de sus alas formidables,
un golpe del fresco aire de la vida
hará que emprendan su viaje.
Y volveré a quedarme solo,
con la única compañía de la hiedra
que en amoroso abrazo
va estrangulando mi tronco,
haciendo que la savia,
escéptica y densa
se ralentice, y acelere
la sequedad de mi vejez.
Casi no queda savia que
fluya en mis venas.
Casi no quedan hojas
que peinen los vientos.
Casi no quedan lágrimas
que surquen mis grietas.
Casi no quedan ramas
que se llenen de juegos.
Quedaré como una estatua
hueca, ciega, muda y sorda.
Quizá algún pajarillo anide
en el recuerdo de mi cobijo.
Quizá algún caminante
repose en la sombra de mis sueños.
Quizá algunos enamorados
volverán a grabar
una promesa de amor eterno.
Y mi esqueleto
quedará para los tiempos
con una hiedra seca y herrumbrosa
entrelazada.
Y a nuestros pies,...
dos pequeños y casi invisibles
vástagos que irán creciendo,
hasta derribar y ocupar
nuestro recuerdo…
(Jose Roberto Martínez Delgado -150910.-)
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